Textos en libertad

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  • El Estado mexicano vinculó la identidad nacional con lo arqueológico
  • Por José Antonio Aspiros Villagómez

 

RedFinanciera

 

(Segunda de dos partes)

 

         Comentamos en la entrega anterior que la doctora Rita Sumano González había presentado ante sus compañeros de la Academia Nacional de Historia y Geografía (ANHG) su libro Saqueo arqueológico y protección jurídica del patrimonio cultural mexicano durante el siglo XX, donde trata sobre el latrocinio de los murales teotihuacanos llamados ‘Wagner’, cometido hace seis décadas sin que hasta la fecha se conozca (¿o sí, pero tuvieron protección?) la identidad de los bandidos y sus cómplices, y que una parte del botín fue devuelta a México por el Museo de Young, de San Francisco, California, donde se encontraba.

 

         Una segunda presentación del libro fue anunciada para el 16 de noviembre en El Colegio de México, con las intervenciones de la historiadora Ana Garduño, la restauradora Isabel Medina y el ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia, José Ramón Cossío Díaz.

 

         La autora de este estudio de caso llevó a cabo una extensa investigación tanto en fuentes documentales (libros, bases de datos, páginas de museos de todo el mundo, catálogos, leyes y tratados), como mediante entrevistas con personas enteradas y visitas al Museo Nacional de Antropología (MNA) y a Amanalco, el “barrio de las pinturas saqueadas”, que está a menos de medio kilómetro de la Pirámide de la Luna, y sus hallazgos fueron sorprendentes.

 

         Entre paréntesis, celebramos que a la doctora Sumano le hayan servido algunos datos de nuestro libro Los dioses secuestrados. Saqueo arqueológico en México (Sedena, 1987), como lo menciona en su relación de fuentes consultadas, que abarca 35 páginas. Y le agradecemos habernos invitado a participar durante su presentación en la ANHG.

 

         El expolio de los Murales Wagner fue uno de los muchos que hubo en México en los años 60 y 70 del siglo pasado, aunque el saqueo existía desde antes en toda Mesoamérica y permitió un comercio clandestino de bienes patrimoniales que no ha cesado (en estos días decomisaron piezas arqueológicas en un tianguis de la Ciudad de México), y con ello el surgimiento de coleccionistas.

 

         La doctora Sumano señala que en la primera mitad del siglo XX eran agricultores los que encontraban “monos” durante su trabajo en el campo y los vendían o guardaban, y en las décadas posteriores eso pasó a ser “una forma de vida y subsistencia“ que llevó a los saqueadores a buscar clientes incluso “a las puertas de la casa-estudio de Diego Rivera”, el muralista que hasta construyó el museo Anahuacalli para exhibir su colección arqueológica.

 

         Este tecleador conoció en los años 60 o 70 precisamente, al juez de Tlaxiaco, Oaxaca, quien dedicaba los domingos a ir al monte a buscar “monos” y tenía en su casa un museo formado con sus hallazgos y con vestidos típicos de la región mixteca. Esa era una labor casi inocente, frente a los ladrones que hasta con sierras eléctricas, grúas, avionetas, helicópteros y maquinaria pesada se llevaron estelas mayas, y además iban armados, como menciona la doctora Sumano basada en sus fuentes, y como lo señalamos en Los dioses secuestrados, igual que otro autor, Ramón Valdiosera, en su obra Contrabando arqueológico. Historias increíbles de los moneros (Ed. Universo, 1985).

 

         El libro que comentamos dice que el saqueo aumentó por esos tiempos debido a un “creciente interés de los coleccionistas y museos” por estas figuras prehispánicas y la “expansión del mercado del arte”, aunado a la vecindad de México con Estados Unidos, donde tanto particulares como universidades y museos, entre ellos el Metropolitano de Nueva York, se beneficiaron “con las excavaciones ilegales” según descubrió la historiadora del arte Clemenecy Coggins. Hubo extranjeros que para llevarse lo que querían, “corrompían a funcionarios o falsificaban permisos”, según leemos en las páginas del trabajo de Rita Sumano, publicado este año por Tirant lo Blanch.

 

De todo ello hubo denuncias en el ámbito académico, pues con el saqueo “se destruyen los contextos” que sirven a los arqueólogos para el estudio de las culturas antiguas, mientras que para los demás sólo cuentan los criterios estéticos de las piezas y su valor comercial. En su momento, los Murales Wagner fueron valuados en un millón de dólares.

 

         En México los poseedores de esos bienes no fueron perseguidos. La Ley Federal del Patrimonio Cultural de la Nación, de 1968 pero promulgada hasta 1970 por maniobras de obstrucción del coleccionista Josué Sáinz, penaba el saqueo, pero no el coleccionismo (los coleccionistas se sentían tratados “como delincuentes”, dice Rita Sumano), aunque reconocía la “propiedad originaria” de la Nación sobre esos objetos. Las colecciones particulares debían ser registradas en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), pero casi nadie lo hizo.

 

         Gracias en mucho a la comunidad académica, en 1972 fue expedida la aún vigente Ley Federal de Zonas y Monumentos Arqueológicos, Artísticos e Históricos, reglamentaria del artículo 27 constitucional, y que ordena registrar los monumentos nacionales muebles e inmuebles, los considera inalienables e imprescriptibles y los declara de utilidad pública, prohíbe su exportación y fija penas y procedimientos para la destrucción, robo, venta, saqueo, tráfico y falsificación.

 

         La obra también relata cómo en 1972 se logró aprobar en la Unesco la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural y, muy importante, cómo el Estado mexicano posrevolucionario buscó “vincular la identidad nacional con los vestigios arqueológicos” y se pasó del coleccionismo privado, a lo que la autora llama “coleccionismo de Estado”.

 

Esto es, la búsqueda de objetos para el Museo Nacional de Antropología, con acciones como la compra a particulares, las donaciones espontáneas de éstos, la petición de donaciones a las entidades federativas sin nada a cambio, los intercambios con el extranjero, la pérdida de figuras en las comunidades que luego aparecían en las salas del Museo,  y la acción más emblemática, “el traslado en 1964 del monolito conocido como Tlaloc, desde Coatlinchán, Texcoco, hasta la sede del MNA”. Al respecto, acota Rita Sumano, “según la ley ese monolito era patrimonio mexicano, pero para los lugareños significó un despojo”.