Singladura

0
43
  • Muerte y democracia
  • Por Roberto Cienfuegos J.

RedFinancieraMX

A propósito de la muerte por un cáncer al páncreas de la jueza estadunidense Ruth Bader Ginsburg, un ícono progresista en la Corte Suprema de la potencia del norte, se acrecientan los temores y preocupaciones sobre la fragilidad, si, fragilidad de la democracia y el orden constitucional de Estados Unidos. ¿Increíble? No tanto en tiempos de Donald Trump.

Observadores consideran que el deceso de la jueza Bader Ginsburg, una neoyorquina de origen judío, no podría haber ocurrido en un momento más crucial para la vida democrática y aún constitucional de la nación vecina.

El anuncio hecho por Trump sobre la pronta nominación del sucesor (a) de Bader Ginsburg da al traste con el profundo deseo de la magistrada de mantenerse viva hasta después de las elecciones presidenciales del próximo tres de noviembre.

En su lecho de muerte, Ginsburg le dictó a una nieta su más ferviente deseo: que su reemplazo en la alta corte fuera nombrado por el próximo presidente del país y no antes de su juramentación, en enero del 21.

Podría parecer un exceso afirmar esto, pero es un hecho que la muerte de Bader Ginsburg dio un vuelco total y aciago a la situación política estadunidense porque abre la posibilidad muy real, casi segura, de que el gobierno de Trump nombre a tres miembros de la más alta judicatura del país, algo que si tiene precedentes, datarían de muchas décadas antes. De concretarse, quedará destruido el precario equilibrio de ideas y fuerzas que durante mucho tiempo permitió un intercambio constructivo de teorías jurídicas y posibilitó la promoción y salvaguarda de los derechos civiles de toda clase de sectores minoritarios de la población, especialmente la mujer, precisamente en un momento histórico en el que confluyen poderosas circunstancias y fuerzas oscurantistas.

Tras la repentina muerte del juez Antonin Scalia, en 2016, le correspondía en pleno derecho al presidente en ese momento, Barack Obama, nombrar a su reemplazo en la Corte Suprema. Sin embargo, el senador Mitch McConnell, a la sazón jefe de la mayoría republicana en el Senado, frustró ese nombramiento al impedir la celebración de las audiencias de rigor ante el Senado con el candidato propuesto por Obama, Merrick Garland, altamente respetado como jurista moderado a ambos lados del espectro político.

El argumento principal que adujo McConnell para defender la medida fue que no era justo que un presidente nombrara a un nuevo miembro de la Corte Suprema durante su último año en el cargo y en un año de elecciones presidenciales. El mismo McConnell, aún antes de que se enfriara el cuerpo sin vida de Bader Ginsburg, dio un viraje en redondo y anunció, la tarde del 18 de septiembre, que pretende darle curso lo más pronto posible al nombramiento de su reemplazo.

Es imposible subestimar la importancia y las implicaciones del anuncio de McConnell. Pone de manifiesto su hipocresía en la forma más palmaria posible, y brinda una prueba más de que McConnell no tiene el menor escrúpulo en hacer pleno uso del poder político sin miramientos ni consideración alguna de tradición ni decencia –y ahora, sin siquiera respetar sus propias palabras y supuestos principios–, constituyéndose así en digno heredero de Richelieu o Maquiavelo.

En el enrarecido y emponzoñado entorno político que priva en Estados Unidos, cabe calificar de ingenuo a quien deje al menos de tener presente los vasos comunicantes que conectan ciertas áreas de la historia y la política de esa nación.

McConnell es senador por el estado sureño de Kentucky, que durante la Guerra Civil o de Secesión, formó parte de la Confederación, cuya intransigencia en la defensa de la esclavitud de afroamericanos fue lo que desató el conflicto bélico más cruel y sangriento en la historia de este país, más aún que la II Guerra Mundial.

El “Electoral College” fue creado con el único propósito de prevenir la caída en la irrelevancia política de los estados que integraron la Confederación. Hay que tener clara una cosa: la Confederación traicionó al país del que formaba parte y perdió la guerra. Esa institución, que muchos observadores de la política y la historia consideran un anacronismo más perjudicial que beneficioso, tuvo en 2016 un momento estelar al entregarle la victoria a Trump, aun cuando éste perdió el voto popular.

Tampoco es un secreto que los grupos paramilitares de extrema derecha se han venido preparando y apertrechando para lo que consideran una reedición de la Guerra Civil. Esto es un hecho comprobado y recogido por los medios de prensa.

Otro aspecto en el que han reparado los medios es que Trump ha venido sembrando discordia y odio racista, y no ha faltado quien asevere que él se considera –o al menos actúa– como si fuera presidente de la Confederación o únicamente de los estadounidenses de raza blanca. Quien tenga ojos, que vea.

Al momento y en ambos lados del espectro político se anticipa una marejada de demandas y contrademandas por las elecciones que deben celebrarse en poco más de seis semanas.

De hecho, esos pleitos judiciales ya han comenzado en varios estados. Se está peleando por varias cosas y a varios niveles. De un lado, se está tratando de devolverle el derecho al voto a cientos de miles de ciudadanos que han sido despojados del mismo con pretextos espurios, en lo que se conoce como “disenfranchisement”. De otro, ambos partidos políticos principales ya han organizado grupos de abogados cuyo cometido es, por parte del Partido Republicano, impedir y entorpecer el legítimo ejercicio del voto, y luego poner en tela de juicio la legitimidad de dichos votos y entorpecer o impedir el conteo y la certificación de los resultados.

El Partido Demócrata busca por su parte proteger dicho derecho y salvaguardar el conteo y los resultados de los comicios. Se podría decir que las elecciones del tres de noviembre serán una reedición de la debacle del recuento de votos en el estado de Florida en 2000, pero exponencialmente más complicada y generalizada. En aquel momento, la entidad que tuvo la última palabra fue la Corte Suprema, que prohibió un nuevo recuento en Florida, otorgándole así la victoria al candidato republicano, George W. Bush.

Observadores y analistas han advertido que la espera a que se resuelvan esas demandas, contrademandas y apelaciones en los tribunales, que con toda seguridad llegarán a instancias de la Corte Suprema, va a impedir que se anuncie un ganador la noche de las elecciones, como ha sido tradicional, y que es muy probable que los resultados oficiales y definitivos se demoren días o incluso semanas.

Se anticipa igualmente que Trump se declare ganador la misma noche de los comicios, aun cuando no se hayan contado todos los votos por correo, y que declarará nulo todo voto que no se haya contabilizado para ese momento.

Esta coyuntura, que se da prácticamente por sentada, naturalmente provocará una reacción masiva de la población civil y muy posiblemente agresiones de grupos paramilitares armados de derecha, que puede desembocar en una situación que permitirá a Trump declarar un estado de emergencia nacional e incluso decretar un estado de excepción y aplicar leyes de “insurrección” e incluso de “sedición” contra los manifestantes, como ya ha advertido William Barr, Fiscal General del país y abierto defensor de Trump, en desmedro de la tradicional imparcialidad de su cargo, y que puede extenderse hasta el 20 de enero de 2021, fecha en que, según la Constitución, debe ser juramentado el nuevo presidente.

En última instancia, se ha sugerido que, más allá de la Corte Suprema y el Congreso, una situación semejante, producto directo de las maquinaciones autoritarias y la crasa ineptitud de Trump, con la participación activa de McConnell y Barr, podría llegar al punto en que el árbitro último sean las Fuerzas Armadas. Se trata de Estados Unidos y el año 2020, no de un pequeño país en vías de desarrollo y sin historial democrático.

El ocupante actual de la Casa Blanca –perdedor del voto popular en 2016, objeto de un juicio político (“impeachment”) en 2019 del que salió airoso gracias a la actuación de McConnell en el Senado, demostradamente incompetente en el ejercicio del cargo, tan dado a la mendacidad que el diario The Washington Post se ha dado a la tarea de llevar la cuenta de las falsedades que profiere, y directamente responsable de la muerte de decenas de miles de personas a causa de la covid-19– ya ha hecho dos anuncios públicos que no podrían ser más claros en cuanto al tenor y la dirección del derrotero político que pretende seguir.

McConnell ha anticipado que no piensa aceptar los resultados de las elecciones si no favorecen a Trump, especialmente dado que la votación por correo, ahora hecha imprescindible a causa del coronavirus, será, según él, “inexacta y la más fraudulenta en la historia del país”, a despecho de su descarado intento de saboteo del Servicio Postal.

Por todo esto, la muerte de la jueza Bader Ginsburg antes de las elecciones constituye un severo golpe para quienes todavía creen en la Constitución, el estado de derecho y buscan salvar el orden democrático y constitucional de Estados Unidos.

“Amanecerá y veremos”, cito a la gran periodista y promotora de arte venezolana de origen moldavo, Sofía Imber.

ro.cienfuegos@gmail.com

@RobertoCienfue1