Revelaciones de un inspector de bibliotecas

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  • Hoy se conmemora el Día Internacional de la Biblioteca
  • Por Norma L. Vázquez Alanís

“Sin bibliotecas, ¿qué nos quedaría?
No tendríamos pasado ni futuro”
Ray Bradbury

RedFinanciera

Quizá a la mayoría de las personas en el mundo, al pensar en una biblioteca les viene a la mente la imagen de un lugar abierto al público para la consulta de libros, casi siempre para estudiantes o investigadores, pero pocas veces reparan en que la acumulación de volúmenes es parte fundamental del ejercicio literario.

Por ello, para conmemorar el 24 de octubre el Día Internacional de la Biblioteca, instituido en 1997 por iniciativa de la Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil en recuerdo de la destrucción de la Biblioteca Nacional de Sarajevo, incendiada en 1992 durante el conflicto bélico en los Balcanes (a lo cual nos referimos en otra ‘Constelación Andrómeda’ en 2020), dedicaremos la columna precisamente a las bibliotecas de los escritores.

Dos de los libros que sobrevivieron al ataque a la mencionada biblioteca de Sarajevo, están en la casa del escritor español Arturo Pérez-Reverte, según revela el periodista Jesús Marchamalo (n. Madrid, 1960), quien se dio a la tarea de visitar las casas de 20 autores para husmear con toda libertad en los estantes de sus bibliotecas particulares; lo que ahí encontró está reunido en Donde se guardan los libros, un volumen publicado por la Editorial Siruela dentro de su Colección El Ojo del Tiempo (primera edición 2011, 224 páginas).

Se trata de un recorrido por esos lugares íntimos donde los escritores guardan sus colecciones bibliográficas y, a veces, también sus adornos, figuritas u otros objetos diversos que revelan parte de su personalidad; cada uno de ellos habla sobre la manera en que se relaciona con los libros, del orden y su ubicación en los anaqueles, de las lecturas que en su momento le fueron decisivas o de cómo su biblioteca se ha ido construyendo a lo largo del tiempo, en ocasiones de forma no pensada y caprichosa.

Marchamalo comentó que no hubo necesidad de engañar a nadie e incluso los más celosos de su privacidad estuvieron dispuestos a recibirlo; había una voluntad expresa de hablar de libros. El escritor peruano-español Mario Vargas Llosa le platicó que su primera biblioteca fue un festín para las polillas, porque cuando se fue a Europa en 1958 dejó mil libros en el desván de sus abuelos en Lima y cinco años después descubrió la catástrofe: estaban roídos o habían desaparecido. Al paso del tiempo encontró uno en una librería de viejo y lo recompró, era el suyo porque -dijo- siempre ha tenido la costumbre de firmar los libros con su nombre, la fecha y la ciudad.

Mientras que las estanterías del recién fallecido Javier Marías sirvieron a la publicidad durante años, pues el fabricante quedó fascinado con su obra una vez rebosante de libros y la utilizó en revistas; Enrique Vila-Matas le contó que en los años 70 literalmente tiró a la basura sus libros de texto de la carrera de Derecho, y los que los sustituyeron están colocados de acuerdo con una clasificación “secreta” archivada en su memoria. La única que se refirió a los libros electrónicos (e-books) cuando describió su biblioteca, fue la escritora Rosa Montero, quien reconoció que compra algunas obras en ese formato, aunque señaló que prefiere leer en papel.

Por su parte, el poeta Antonio Gamoneda (1931) -quien bautizó a Marchamalo como “el inspector de bibliotecas”-, Luis Landero (1948) y Arturo Pérez-Reverte (1951), tienen en sus bibliotecas un “corredor de la muerte” donde guardan las obras que carecen de interés para ellos. El primero las arrincona en el desván en cajas cubiertas con plásticos, el segundo las almacena aparte y una o dos veces por año deja unos 50 o 60 volúmenes abandonados en el banco de una plaza madrileña para que se los lleve la gente, en tanto que el tercero distribuye sus libros según su funcionalidad: la de trabajo, la de diario, la de clásicos, la de náutica, y “el sumidero” (los que no le interesan) en el sótano de su casa.

Y entre las curiosidades de las bibliotecas de autor, Marchamalo menciona que éstos también compran estanterías en la cadena escandinava Ikea, que vende mueves listos para armar y aprovechar al máximo el espacio, además de que pierden libros en sus mudanzas, sufren imprevistos como inundaciones, o ven cómo sus hijos o mascotas dejan su huella en el acervo de sus bibliotecas personales.

Donde se guardan los libros pone de manifiesto que una biblioteca es innegablemente el reflejo de su propietario, por eso ninguna se parece a otra, ninguna tiene la misma personalidad porque allí se exponen odios, relaciones y afectos, y se manifiestan obsesiones, neurosis y fetichismos -la de Marías estaba llena de soldaditos de plomo y en la de Pérez-Reverte hay espadas, modelos navales, cuadros de batallas, soldados a escala y un fusil de asalto Kaláshnikov-.

Hay tantos tipos de bibliotecas como escritores; algunos las tienen super ordenadas y otros prefieren el caos; están quienes lo alfabetizan todo y aquellos que aborrecen ese sistema, pero rastrear su destino y sumergirse en ellas significa descubrir las lecturas que sus artífices asimilaron, porque una vida de escritor es una vida hecha de lecturas.

El futuro de las bibliotecas de escritores

También el escritor español Juan Bonilla Gago (Premio Biblioteca Breve 2003 y Primer Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa 2014) aborda en un artículo el tema El destino final de las bibliotecas de escritor, en el cual plantea dos destinos posibles para ese tipo de colecciones: las librerías de viejo y las fundaciones.

Si bien Jorge Luis Borges decía que ordenar una biblioteca era la forma más sutil de practicar la crítica literaria, en alusión al hecho de que se desecha lo que no le interesa o no le gusta al propietario, también los herederos de estos bienes se encargan muchas veces de ir desperdigando las bibliotecas poco a poco para obtener recursos, de lo que suelen aprovecharse los libreros de viejo, cuya táctica en opinión de Bonilla Gago parece ser, en ocasiones, hundir prestigios con precios insignificantes o alzar escritores menores con precios abusivos.

Y recoge en su texto esta cita del editor y escritor Andrés García Trapiello: “Cuando se vende un libro viejo suele ser porque ha muerto su dueño, porque necesita el dinero o porque ha dejado de gustarle o no le gusta lo suficiente como para seguir teniéndolo consigo; así que cada libro viejo viene con una historia”.

Asimismo, narra el caso muy especial relativo a la venta de la biblioteca de un escritor, el peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), quien en su espléndido relato Sólo para fumadores cuenta cómo en el París de los 60, sin dinero para comprar los “Gauloises” para su jornada, no tuvo más remedio que ir llevando su biblioteca con obras de autores franceses como Honorato de Balzac, Gustave Flaubert y de poetas surrealistas, o de algunos autores latinoamericanos con dedicatoria, a los bouquinistas del Sena; su biblioteca literalmente se hizo humo.

Quizá por eso, apunta Bonilla Gago, el destino que muchos escritores prefieren para sus libros es el de una fundación, aunque en el caso de la de Camilo José Cela -una biblioteca inmensa y de las mejores de su época- acabó guardada en cajas olvidadas en un hangar con goteras, según denunciaron los trabajadores de la Fundación Cela.

Sin embargo, acabar resguardada en una fundación, o ser despedazada por los herederos, no son los únicos destinos posibles para las bibliotecas de los escritores, pues en Estados Unidos las universidades suelen pelearse por conseguir que, mientras están vivos, los escritores les cedan los derechos sobre sus archivos y bibliotecas, a veces a cambio de una remuneración e incluso de un puesto.

Finaliza su artículo Bonilla Gago con la precisión de que no todas las bibliotecas de escritor son buenas, ya que algunas solamente resultan útiles como meros espejos de quien fue su propietario, pero nunca se sabe qué biblioteca será más valiosa en el futuro.