La vida como es…

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  • De Octavio Raziel
  • Cuento marino largo o novela corta.
  • 1769 palabras. 5 páginas.

 

Con él y con mi gato

 

            Los fines de semana son de mar. Recorremos la costa veracruzana. Disfrutamos el pequeño velero que adquirimos hace unos dos años.

Esta noche, en lontananza, se aprecia la tormenta. Rayos, luces tenebrosas en medio de la obscuridad. Fuego de San Telmo o sólo truenos sin luz.

Me niego a velear; pero él se empecina en soltar cuerdas. “¿Te llamas Renecio?”, le pregunto. “Tú eres Tranquilina” me responde. Suelta las amarras del velero y se hace a la mar. Parte molesto. Colgando de su cuello, la medalla de Santa María del Mar que le obsequié, sé que le protegerá ante un posible naufragio.

De pronto, me veo en la vida sola y con un gato.

            Y llega el recuerdo. Estoy con él en el malecón, con su uniforme de cadete de la Heroica Escuela Naval Militar; yo con mi uniforme de estudiante de la escuela civil de enfermería del puerto –no hay la carrera en Antón Lizardo -. Los dos, con albos uniformes que se distinguen entre la multitud. El tiempo pasa rápido. Él terminó el tercer año con honores. Está en el cuarto y a punto de abordar el buque escuela Cuauhtémoc. Escuchamos, mientras caminamos por el malecón, la melodía que nos identifica; a él, a mí, y al mar. Te da un vértigo; te da durante la práctica de buceo. Los médicos acuden; te sacan del agua. Estás en la enfermería; luego en el Hospital Naval. Un aneurisma.

* * *

            Trabajo en el hospital civil de zona donde atiendo a pacientes de todo tipo. Él, por su parte, se incorpora al periódico local donde realiza funciones como redactor, que es algo que se le da muy bien.

            Juntos, recorremos en nuestro velero las costas del Golfo de México y del Caribe.

Esas visitas a la costa y al mar nos permiten viajar por el tiempo.

Me encamino a la casa. Está en la zona alta del puerto. Con todo, desde allí puedo ver parte del muelle y la rada. A pie hago poco tiempo. No puedo dormir. El viento del Norte pasa de fresco a frío. Azul, mi gato, se acomoda en mis pies. Es una brasa. Muy elegante, su cena son trozos de filete de la mejor calidad; yo, sólo pan y leche. Espero que pase rápido la noche.

Es domingo y desde temprano se ponen puestos, negocios de todo tipo. Frente al mar, mantengo abierta la sombrilla que me protege de los rayos del sol. Escojo una banca que me dé una panorámica mejor. Escucho una voz rasposa: “señorita bonita, los marinos siempre regresamos al puerto donde están nuestros seres queridos” –adivina mis pensamientos-. Se sienta junto a mí. Saca de una bolsa de papel mendrugos de pan para dar de comer a los albatros. Son, dice, sus compañeros ahogados y que reencarnaron en esas aves. Pasan las horas, y el viejo marino sigue habla que habla; cuenta que cuenta historias del mar. Me levanto. Él cesa de parlotear. Me mira, me mira. “Anda, vamos”, le digo. Cruzo la calle hasta el restaurante La Parroquia. El mesero se apersona. Pedimos; no mucho, no poco. Nos trae un café como remate y nos encaminamos otra vez a la banca desde la que espero verlo regresar.  Se hace tarde.

Ahora estoy en la Capitanía de Puerto. “Hola Ana, cómo estás” me recibe un oficial que me conoce. Le expongo la situación. Siento confianza cuando da instrucciones para que se movilicen los cuerpos de rescate de la zona.

A mi espalda, el sol se delinea sobre los montes que circundan al puerto. Termina el domingo. Subo por la calle que me lleva a casa.

            Me encuentro a punto de salir al hospital donde trabajo ya hace algunos años. Me podré mi uniforme, blanco, albo, inmaculado. Pero, al hacerlo descubro en él las huellas lodosas de unas patitas de gato. ¡Azul!, le grito y sale espavorido sabiendo de su pecado. Afortunadamente hay otro de emergencia.

Mis zapatos recién pintados de blanco se salvan del lodo gracias a las chanclas que uso para estos menesteres.

El sonido del silbato se abre paso entre la pertinaz lluvia del Norte. Llama a la tripulación que partirá en breve. Tomo el paraguas, mi bolsa y el libro que estoy leyendo. El hospital está cercano a la casa.

* * *

            Él recuerda sus años de marino errante: navegar, izar o arriar las velas; pilotar, timonear, guiñar, virar, fondear, recalar, varar y encallar; palabras que terminaron por serle familiares. Barloventear y sotaventear, drizar, orzar y pairear.

Cuántas palabras me menciona y yo trato de memorizar.

Deja un momento el teclado y la pantalla de la computadora y me invita a ver la bocana donde el río deposita tesoros que vienen de las tierras altas después de la lluvia de anoche. Corrientes que acarrean poesías, odas, cuentos y novelas: ¡Ahí va la a! ¡Ve cómo flotan las erres y las eles! Cuartillas blancas con reflexiones tachonadas; frases inconclusas. Hojas empujadas por un viento relente yacen a la entrada del mar. Gimen en secreto; luego, susurran. Se confunden. Albas manchas en el azul que trae la paz. ´

Él, como siempre, escribe que escribe en un teclado que ya ha perdido el color de las teclas por tanto uso. Escribir, me dices, es como arena entre los dedos: se desparrama en la playa y desaparece entre las olas; aparecerán al otro lado del océano en forma de poesía, reflexiones, cuentos o novelas.  

Él aprendió, como todos los marinos, a respetar el amor y la furia de ese mar que te guía hacia puerto seguro o te lleva al fondo, donde, los espíritus de náufragos de todos los tiempos te acompañarán por siempre.

Veo desfilar por la avenida principal a las cadetes de medicina y enfermería de la Heroica Escuela Naval Militar. Qué envidia –“de la buena”, dicen-

* * *

            Mis noches en el hospital, nunca son iguales. Nos llega un marino a quien casi le han abierto el cráneo con una botella en una pelea de cantina. Las fracturas y los motociclistas que se accidentan son algo cotidiano. Yo he preferido las veladas. Desde que comencé a ejercer la enfermería lo hago. Una parturienta acaba de arribar a emergencias. No está el ginecólogo y con la experiencia adquirida en la maternidad donde hice mis prácticas, es sólo un reto más. Llegó el varón. Parecen ser cuates. Aquí viene el segundo. Ahora es una nena “¡Jefa, viene otro!” dice una auxiliar ¡Triates! Jaime, el chofer de la ambulancia va poniendo el orden en que llegan adherido a la muñeca de cada uno de ellos. Me quedo en el lugar esperando retirar las placentas. Habrá que llevar a la paciente a su habitación. Qué maravillosa experiencia tuve hoy. El trabajo de noche es increíble. Si bien tenemos encamados, el mayor servicio de este nosocomio civil es de emergencia. Baleados, apuñalados, accidentados de todo tipo. Unos la libran otros no. Estoy traspasando la media noche. Me asomo desde la ventanilla de la jefatura de enfermeras hacia el pasillo. Veo no una, sino muchas personas flotando. Se aprecia en sus caras temor, confusión. No saben dónde están, cómo encontrar su casa, a su familia. Meto la cabeza y vuelvo a asomarme. Siguen allí. Regreso a mi silla con cara de asombro. “¿Es la primera vez que los ve jefa?”, me pregunta una de mis colaboradoras. Asiento con la cabeza. Sigo trabajando. No debemos hablar de esto con nadie; como tampoco de cómo se separa una tenue nubecilla de cada paciente que fallece. Nadie nos cree. Científicamente no es posible, nos recriminan.

Desde mi banca, pienso en momentos, lo peor; en lo cruel que es la vida que te quita lo que de verdad te importa.

Ya es lunes. Estoy en el malecón. Muy cerca del muelle. Se acerca otro viejo marino. Habla de sus aventuras. Le pregunto por el de ayer y me dice que le traje buena suerte pues desde esta mañana está contratado en un barco pesquero.

Recuerdo tus palabras: “amo caminar sobre las arenas de la playa; dejar mis huellas marcadas como pecados que espero pueda borrar el mar; escuchar el rompiente de las olas; sentir el viento que mueve las velas y empuja las barcas; ver el futuro a través del ojo de buey de la proa de un afilado tajamar.

“Pongo mi carta de buenos deseos en el buzón del mar, está escrita en la arena cuando es la bajamar”, te oigo repetir.

* * *

            Estoy en casa. Hablo con mi amiga Martita. Me pregunta por qué siempre hablo, escribo y hasta –¿será? – pienso en presente. El presente es eterno, Martita, le contesto.

Desde mi ventana alcanzo a ver el mar. Estoy sola y con un gato. Salgo al trabajo. Azul, el minino, lo piensa antes de subirse otra vez a mi uniforme después de ver mi mirada de advertencia. En el hospital me dicen: “Él está bien; está donde le gusta estar, en el océano. Cuando él decide que ya no lo necesita, te lo regresa”.

* * *

            Mi banca favorita. La que me da fuerzas para estar aquí, en el puerto, me espera. De la velada llegué directo a ella. Mi uniforme blanco resalta en medio de la gente que comienza el día de trabajo. Pasan las horas. Con una mano sostengo mi sombrilla mientras con la otra oteo hacia el horizonte.

Donde se juntan el mar y el cielo, al final de mi vista, una lancha de la Armada de México remolca el lastimado casco de un velero.

Mientras lucha contra un fuerte temporal inesperado, la pequeña embarcación se desarbola. El mástil cae sobre la cubierta. Todo está destrozado. Queda a la deriva. Ya está camino de regreso ese casco herido. A él no lo veo.

Un guardiamarina se me acerca. “¿Ana?” me pregunta. “Sí”, respondo. Me da la noticia. “Él está bien”, me asegura.

Corro a la casa. Enciendo su computadora. Pongo su música; suave como a él le agrada. Volteo y veo en la mesa la botella de ron que le gusta. La cama huele a retama y del alfeizar sube el aroma del huele de noche.

Ya no estoy sola con un gato.

             Cuento en tiempo presente. Qué por qué en tiempo presente: porque así es esto de las letras. Qué por qué es mujer la protagónica: pues porque hoy habría que darle la oportunidad a las damas en los cuentos marinos.