- Entre la fiesta brava y la fiesta de las balas
- Por GREGORIO ORTEGA MOLINA
RedFinanciera
*Releído lo anterior, me resulta incomprensible el empeño gubernamental al encontrar una explicación lógica a lo sucedido en el Rancho Izaguirre, como no la encontró en Ayotzinapa, en San Fernando, en Aguas Blancas, en Acteal. En esta nación hay innumerables émulos de Rodolfo Fierro. Algunos se sirven a ellos mismos, otros se convierten en sicarios
Los actuales propietarios del poder son más hábiles que Beto el Boticario para sus trucos de magia. Lo propuesto por la señora Clara Brugada y aprobado por el Congreso de la Ciudad de México, para erradicar la violencia de las corridas de toros está bien, ¿por qué no crea un proyecto para desaparecer la sangre que corre por las calles de su Ciudad, y de paso lo extiende a la que desborda en las entidades federativas y en los campos de entrenamiento del narco?
Desaparece la fiesta brava, pero la de las balas, esa que narra Martín Luis Guzmán y protagonizada por Rodolfo Fierro: “Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir… Tan pronto como descubrió dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:
—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!
“Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escapar hacía la tapia: loca carrera que a ellos les parecería como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno estaban cayendo —Fierro dijo ocho veces en menos de seis segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos, desde su sitio, tiraron para rematarlos.
“Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la frazada. El asistente hacia saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentración en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Cálido, del arma Arriba, por sobre. su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.
“El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y la ansia inagotable de vivir— duros cerca de dos horas.
Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos móviles y humanos, blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por obra del viento y de un disparo a otra la corregía”.
Releído lo anterior, me resulta incomprensible el empeño gubernamental al encontrar una explicación lógica a lo sucedido en el Rancho Izaguirre, como no la encontró en Ayotzinapa, en San Fernando, en Aguas Blancas, en Acteal. En esta nación hay innumerables émulos de Rodolfo Fierro. Algunos se sirven a ellos mismos, otros se convierten en sicarios.
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@OrtegaGregorio
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