La costumbre del poder

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  • Fernanda Melchor, una grande de las letras (I/II)
  • Por Gregorio Ortega Molina

 

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*Nos hace deambular de su mano por el cinturón del vicio, que sólo son una serie de cantinas donde los estibadores y los cuijes cuentan sus aventuras e intercambian y/o comercian lo que se les quedó pegado a las manos durante las operaciones de carga y descarga, salvo los cigarros, que les son obsequiados por los capitanes de los barcos

Para Jorge Mariné González

 
Poco importa que la envidia resultase elegida como uno de los siete pecados capitales por Gregorio Magno. Nada afecta si no es motor esencial de la codicia y la concupiscencia, o ese deseo morboso por la mujer del prójimo o del hermano mayor o menor. También puede ser una debilidad que contribuya a la superación personal.

Lo cierto es que el desempeño literario, creativo, de observación de la condición humana que caracteriza los libros de Fernanda Melchor, me causa envidia, de la buena, de esas facultades que ella posee para elegir la palabra adecuada, ver el escenario del desarrollo de sus narraciones como parte de nuestra realidad cotidiana, pero que, por una razón u otra, nos negamos a aceptar.

La normalidad literaria está más allá de lo que percibimos en nuestro entorno, de la misma manera que la madre de la narradora resuelve la interrogante que propicia que los jarochos se reúnan por las noches sobre las arenas de la playa del muerto, y les despeja la inquietud con una frase que refiere a las luces de las avionetas que trasiegan droga y aterrizan en el Llano de la Víbora. De ninguna manera son los ovnis que los ociosos desean observar para distraerse y tener algo que contar a los nietos.

Nos hace deambular de su mano por el cinturón del vicio, que sólo son una serie de cantinas donde los estibadores y los cuijes cuentan sus aventuras e intercambian y/o comercian lo que se les quedó pegado a las manos durante las operaciones de carga y descarga, salvo los cigarros, que les son obsequiados por los capitanes de los barcos.

Nos obliga a abrir los ojos con idéntico azoro con el que lo hacen los cuijes, cansados, durante el receso de una descarga nocturna, cuando se dan de frente con unos polizones más apestosos que el azufre, con las ropas hechas jirones, hambreados, y tan negros como el hollín de los braseros donde se preparan los alimentos en las calles. Huidos dominicanos que creen haber llegado a Miami.

Y nos obsequia esa misma inquietud que ella experimentó como resultado de su visita a la casa del estero, donde no se sabe si lo allí sentido fue un truco de los amigos, o resultado de la imaginación debido a su necesidad de creer en algo distinto.

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