- “Los vamos a chingar”: Belascoarán-Taibo
- Por qué quiere “chingar” a una parte de la sociedad Paco Ignacio Taibo II?
- ¿Por resentimiento? ¿Lo alentó su domador? ¿Se sintió ofendido en algún momento?
- ¿Lo lastimó la manera en que Margarita Michelena se refirió al circo ataibo?
- ¿Cuánto tiempo falta para que de la agresión verbal transite la sociedad a los “chingadazos”?
- ¿Es lo que buscan?
- Por Gregorio Ortega Molina
RedFinancieraMX
Sufrimos un gobierno de majaderos en el que, ocasionalmente, se sirven de las leperadas. El director del Fondo de Cultura Económica, institución que debiera procurar el ennoblecimiento del lenguaje y de la convivencia corresponsable en la sociedad, lo primero que hace es agredir. Propone someter, sojuzgar, manipular. El agravio como modelo de expresión de la 4T, adiós a lo políticamente correcto.
¿Por qué quiere “chingar” a una parte de la sociedad Paco Ignacio Taibo II? ¿Por resentimiento? ¿Lo alentó su domador? ¿Se sintió ofendido en algún momento? ¿Lo lastimó la manera en que Margarita Michelena se refirió al circo ataibo? ¿Cuánto tiempo falta para que de la agresión verbal transite la sociedad a los “chingadazos”? ¿Es lo que buscan?
El abanico del insulto es amplio y su peso mayor. Sugiero sujetarnos a lo que de ese verbo y vocablo y expresión escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad.
“En México los significados de la palabra son innumerables. Es una voz mágica. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos significados como sentimientos. Se puede ser un chingón, un Gran Chingón (en los negocios, en la política, en el crimen, con las mujeres), un chingaquedito (silencioso, disimulado, urdiendo tramas en la sombra, avanzando cauto para dar el mazazo), un chingoncito. Pero la pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión en todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta el de violar, desgarrar y matar se presente siempre como significado último. El verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y también, herir, rasgar, violar cuerpos, almas, objetos, destruir. Cuando algo se rompe, decimos: se chingó. Cuando alguien ejecuta un acto desmesurado y contra las reglas, comentamos: hizo una chingadera.
“… Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta, determinada por el poder cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea de violación rige oscuramente todos los significados. La dialéctica de lo cerrado y lo abierto se cumple así con precisión casi feroz.
“El poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido. Nadie la dice en público. Solamente un exceso de cólera, una emoción o el entusiasmo delirante, justifican su expresión franca. Es una voz que sólo se oye entre hombres, o en las grandes fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o de hipocresía. Nos manifestamos tales como somos de verdad. Las malas palabras hierven en nuestro interior, como hierven nuestros sentimientos. Cuando salen, lo hacen brusca, brutalmente, en forma de alarido, de reto, de ofensa. Son proyectiles o cuchillos. Desgarran. Los españoles también abusan de las expresiones fuertes. Frente a ellos el mexicano es singularmente pulcro. Pero mientras los españoles se complacen en la blasfemia y la escatología, nosotros nos especializamos en la crueldad y el sadismo.
“… La palabra chingar, con todas estas múltiples significaciones, define gran parte de nuestra vida y califica nuestras relaciones con el resto de nuestros amigos y compatriotas. Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender. O a la inversa. Esta concepción de la vida social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes y débiles. Los fuertes los chingones sin escrúpulos, duros e inexorables se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El servilismo ante los poderosos especialmente entre la casta de los políticos, esto es, de los profesionales de los negocios públicos es una de las deplorables consecuencias de esta situación. Otra, no menos degradante, es la adhesión a las personas y no a los principios. Con frecuencia nuestros políticos confunden los negocios públicos con los privados. No importa. Su riqueza o su influencia en la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy atinadamente, de lambiscones (de lamer)”.
La pulcritud y exactitud de las palabras usadas por Paz es insuperable. Sólo puede servir como complemento lo que en La crisis de la democracia dejó escrito Harold J. Laski: “… los síntomas que manifiestan la necesidad de un reajuste en las instituciones sociales y que el hombre reconoce como la instauración de una nueva época en la historia de la humanidad”. Ahora es cuando temo que nos hagan pasar por un gobierno de generales y almirantes. Al tiempo.
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Manuel Bartlett miente con descaro, y al hacerlo atenta en contra de ese clientelismo político que manipula como pocos. Ofreció tarifa única de aprobarse la reforma eléctrica, y la primera pregunta que nos asalta a los consumidores de energía es la siguiente: ¿Igualará a los de Iztapalapa con los de las Lomas, o viceversa?
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Manolín tuvo otro resbalón, quizá mayor: el resultado electoral del 88 se debió al amasiato político PRI-PAN. Falso, él lo sabe bien.
Ante el desencanto que le propició no resultar el candidato de se “amigo” Miguel de la Madrid, decidió desentenderse de las elecciones presidenciales, de su conducción y cuidado. “Que se chinguen”, repetía a quien deseaba escucharlo.
Puso el resultado del proceso electoral en manos de Óscar de Lassé, quien una y otra vez le solicitó que estuviese en contacto con gobernadores y presidentes municipales para que entregaran los resultados a tiempo, lo que no se hizo.
Hubo de responsabilizarse de entregar las actas definitivas José María Córdoba.
La elección de 1988 se enturbió por desidia y deseo de venganza del responsable de vigilarla: Manuel Bartlett Díaz.
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