La costumbre del poder

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  • Miedos políticos
  • Por Gregorio Ortega Molina

RedFinancieraMX

Ese miedo determina políticas públicas y decisiones como la de comprar el estadio Héctor Espino, cancelar Texcoco y continuar con sus obras a pesar del riesgo de vida de esos obreros de la construcción que no guardan la sana distancia. No lograr esas metas equivale a dejar de convertirse en él mismo, en su proyecto y sus sueños, a dejar de ser, pero continuar vivo

La diferencia entre miedo y temor es tangible. El segundo es pasajero, dura lo que ruedan los dados sobre el tapete verde o la acera; el tiempo en que consultas los premios del melate y la lotería, o el que estás dentro del confesionario y no dijiste todo, o hablaste de más con tal de obtener la absolución. Es el instante en que esperas una retribución, o no.

Por el contrario, el miedo siempre nos remite a la pérdida. Pienso que el gallero de El gallo de oro sí lo sufrió, o el jugador que tiene en la liza sus propiedades y hasta su esposa e hijas; en el que se pierde o gana la vida, como el instigado por la Comisión de Bioética, sobre el destino de los enfermos de Covid-19. La discusión sobre el tema es estéril, porque el juramento de Hipócrates es puntual, mientras que los políticos desearon aligerar la carga moral, ética y profesional de los médicos, ajustarlos a un manual, porque de que tendrán que decidir quién va en primer lugar al respirador, tendrán que hacerlo.

Sin embargo, considero que el miedo mayor de los seres humanos se da entre los políticos, esos administradores públicos que respiran poder, cuya frecuencia cardiaca está ligada a la toma de decisiones sobre vidas y haciendas, y su tensión arterial siempre tiene que ver con esos acuerdos secretos por razones de Estado y de los que se justifican ante ellos mismos y ante los demás, diciéndose que salvaron a la patria.

Los ojos de AMLO, el movimiento de sus manos durante las conferencias de prensa matutinas, sus posturas agarrado al atril, los besos a las niñas, los regaños, las difamaciones, los escarnios, el lenguaje, todo en él exhibe el miedo a dejar el poder, ya sea al término constitucional, o antes y a lo peor después. El constante desafío equivale al miedo permanente, ese que se anida en el estómago y no acepta la razón, porque para algo se es el señor del gran poder.

¿Pueden imaginar la vida de AMLO sin el apapacho de sus fans, sin las manos tendidas para tocarlo, sentirlo? Equivale a fantasear sobre cómo sería la vida de esos millones de mexicanos que reciben $2,500.00 o 3 mil pesos, o cinco mil, cada mes o bimestre, pero de pronto se dieran cuenta que nada les resolvieron, sino que sólo alargaron su humillación, pospusieron su hambre y agonía. El líder muere sin ellos, y viceversa. Eso, lectores, eso es miedo.

Ese miedo colindante con el pavor, es el que determina las políticas públicas y las decisiones como la de comprar el estadio Héctor Espino, cancelar Texcoco y continuar con sus obras a pesar del riesgo de vida de esos obreros de la construcción que no guardan la sana distancia. No lograr esas metas equivale a no convertirse en él mismo, en su proyecto y sus sueños, a dejar de ser, pero continuar vivo.