- Indiferencia y fascismo ¿Normalizar el autoritarismo?
- Por. J. Alejandro Gamboa C.
RedFinanciera
A partir de un Tik Tok, donde vi a una chica cuyos contenidos no me agradan tanto, se tocó el tema del poder y el trabajo de una autora que en mis años de la facultad de Políticas leí con gusto. Se abordó el concepto “banalidad del mal”, que no recordaba o simplemente no estudié con atención.
Lo retomo ahora para reivindicarme, ya que esta vez sí me pareció inspirador el contenido de esta persona, a partir de un cierto deseo de autoritarismo fascista que ronda en el mundo y que interesa a algunos poderosos que ocurra.
Desde que Hannah Arendt formuló el concepto de “banalidad del mal” en un análisis sobre el juicio de Adolf Eichmann, la idea de que los sistemas autoritarios pueden consolidarse gracias a la indiferencia de los ciudadanos ha sido objeto de amplio estudio.
Arendt advirtió que el mal no siempre se manifiesta en figuras “demoníacas” y carismáticas, sino en individuos comunes que simplemente cumplen órdenes sin cuestionarlas. Hoy, esa lección es más relevante que nunca, pues la apatía ante el deterioro democrático y el autoritarismo está cobrando fuerza en diversas naciones.
En efecto, en los últimos años países con una tradición democrática han experimentado señales preocupantes de erosión institucional. La pasividad de sus ciudadanos ante estos cambios recuerda los análisis de Arendt sobre la normalización de la opresión.
En Argentina, el ascenso de figuras como Javier Milei ha polarizado a la sociedad y puesto en jaque el papel de las instituciones tradicionales. Su discurso de demolición del Estado y el ataque a los medios críticos ha encontrado el respaldo en un sector de la población que, hastiado de la corrupción y el clientelismo, acepta medidas extremas como solución.
La resignación ante estas prácticas es un signo claro de la banalización del “mal”: las decisiones autoritarias se justifican como el “mal menor” frente a un enemigo mayor, sea el llamado socialismo, el kirchnerismo o el establishment político.
España no está exenta de estos fenómenos. El auge de partidos como Vox ha normalizado discursos que antes eran impensables en el debate público. La criminalización de movimientos sociales, la estigmatización de la migración y el ataque a organismos de derechos humanos, todos son síntomas de una ciudadanía que comienza a aceptar narrativas autoritarias sin resistencia.
Como señalaría Arendt, este tipo de discursos, cuando no encuentran oposición suficiente, se asientan en el imaginario colectivo y terminan por transformar la realidad política.
Italia, con el gobierno de Giorgia Meloni, representa otro caso donde el autoritarismo se filtra bajo la justificación de preservar la identidad nacional y la soberanía. Sus políticas restrictivas contra la migración y su relación con movimientos de extrema derecha son indicativos de un país que se desliza progresivamente hacia la aceptación de medidas antidemocráticas.
Aquí, la indiferencia de una parte de la sociedad ante estos cambios ya sea por cansancio o desinterés, encarna la advertencia de Arendt sobre la “banalidad del mal”.
Estados Unidos también ha mostrado signos preocupantes. El fenómeno de Donald Trump y el asalto al Capitolio en 2021 fueron pruebas de cómo una parte de la población puede aceptar la erosión de las normas democráticas en nombre de una causa superior. La retórica de fraude electoral, la deslegitimación de la prensa y la polarización extrema han contribuido a una crisis institucional que aún persiste.
La normalización del discurso violento y conspirativo en segmentos del electorado norteamericano es una manifestación clara de cómo el llamado mal se vuelve cotidiano.
¿Y México?
El caso de México es singular, pues el discurso autoritario no proviene del gobierno en turno, sino de ciertos sectores opositores que anhelan un régimen más restrictivo y alineado con las prácticas del pasado.
Aunque la democracia al estilo mexicano ha abierto espacios a sectores históricamente marginados, la reacción de algunos grupos se ha inclinado hacia la descalificación absoluta del actual gobierno, al punto de promover una narrativa que, sin pruebas, lo vincula con el crimen organizado.
Este fenómeno es impulsado por campañas en redes sociales que califican al gobierno como un “narcoestado” sin evidencia concreta, generando un clima de desinformación y polarización extrema.
Detrás de esta estrategia se encuentran actores políticos ligados al ex presidente Felipe Calderón, cuyo gobierno militarizó la seguridad pública y exacerbó la violencia en el país. En este sector, la nostalgia por un Estado represivo y la justificación del autoritarismo como herramienta de control son señales claras de una inclinación hacia el fascismo.
La llamada banalidad del mal por nuestra autora se refleja en la normalización de la violencia en estados como Tamaulipas y Guanajuato, donde el crimen organizado ha impuesto por momentos su propio orden, mientras la clase política local ha sido cómplice o incapaz de frenar la crisis.
En estas regiones, la ciudadanía se ha visto atrapada entre el miedo y la indiferencia, permitiendo que la violencia extrema sea vista como parte del paisaje cotidiano. Arendt advertía que el peor enemigo de la democracia no es solo la opresión directa, sino la aceptación pasiva de la injusticia.
El peligro de la apatía…
Si algo nos enseñó Hannah Arendt es que el mayor aliado del autoritarismo es la indiferencia de quienes permiten su avance. La resignación ante la degradación de las instituciones, la aceptación de discursos autoritarios y la justificación de medidas represivas en nombre de la estabilidad son síntomas claros de un proceso de banalización del mal.
Hoy, Argentina, España, Italia, Estados Unidos y México enfrentan desafíos que no solo dependen de la acción de los gobernantes, sino de la reacción —o falta de ella— de sus ciudadanos. Arendt nos dejó una advertencia clara: cuando la gente deja de pensar y cuestionar, el mal deja de ser una excepción y se convierte en rutina.