La costumbre del poder

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  • Traidores
  • Por Gregorio Ortega Molina

RedFinancieraMX

*Exigir lealtad cuando no es capaz de retroalimentarla es un engaño de lo más vil, idéntico a esa idea de “su” democracia para abandonar Los Pinos y el uso del TP-01, pero con toda desfachatez vivir en un Palacio Nacional de brillo virreinal, ajeno a toda sencillez republicana, ya no digamos juarista, con todo y gobernador o mayordomo para administrarlo. Seguro se siente propietario de Dontown Abbey

“La lealtad en política no existe, no sea usted ingenuo Gregorio”, afirmó José Francisco Ruiz Massieu en una de nuestras contadas conversaciones. Una semana después lo encontró una bala desleal en la calle Lafragua.

Supongo que se equivocó por no querer completar la frase, que un amigo adecuó a la realidad que hoy nos acongoja: “Une más una complicidad que una lealtad”. Por lo que atestiguamos en los sesgados juicios políticos sobre corrupción, y en los todavía más parciales juicios electorales a cargo del Trife, eso de las complicidades es un aserto casi incontrovertible, porque también terminan con el crimen de índole política, si no lo consideran posible, pregunten a Luis Donaldo Colosio y a todos las precandidata(o)s y candidata(o)s que ya nunca verán su triunfo… o padecerán su fracaso.

El gran problema de la lealtad en política y en México -son los casos que conozco- es que camina en un solo sentido: de abajo hacia arriba. El líder, el jefe, el presidente no se siente comprometido con los que se la prodigan a güevo o de buen grado, incluso a costa de sus bienes y vidas.

El sentido o percepción del engaño llega tarde al raciocinio del defraudado, sobre todo por ser de poca a nula educación y cultura. El tema es casi religioso, aunque lo de Attolini es más estrategia política que lealtad. En este caso el servidor se sirve de la vanidad de su amo y maestro.

Es momento de preguntarnos, con absoluta seriedad, ¿cuánto está dispuesto AMLO a ceder de su vida, su salud, su patrimonio, para demostrar lealtad para con sus súbditos? Tengo la certeza que “su pasión” tiene un límite, y la línea de horizonte nunca la franqueará, porque es igual a los otros o, quizá, más egoísta que los que lo antecedieron como jefe de la Banda Presidencial (José Elías Romero Apis dixit). Puedo asegurarles que no ha pasado por su cabeza ceder un buen trozo de terreno de La chingada, para que allá se refugien los desplazados por la violencia chiapaneca, o los más buscados, o los migrantes que son realmente perseguidos políticos. ¿Por qué no albergó en esa propiedad a Evo Morales? ¿Se la ofreció? Lo dudo.

Exigir lealtad cuando no es capaz de retroalimentarla es una faramalla, una simulación, un engaño de lo más vil, idéntico a esa idea de “su” democracia para abandonar Los Pinos y el uso del TP-01, pero con toda desfachatez vivir en un Palacio Nacional de brillo virreinal, ajeno a toda sencillez republicana, ya no digamos juarista, con todo y gobernador o mayordomo para administrarlo. Seguro se siente propietario de Dontown Abbey.

Lo que olvida el mandamás de hoy es que, así como fue incapaz de instruir juicios contra la corrupción que concluyeran en sentencias justas, a él aplicarán de idéntica manera la receta, incluso el olvido histórico. La Unidad de Investigación Financiera ni la Fiscalía Federal tienen collares lo suficientemente grandes para indiciar a los perros grandes.
 
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Olvidadizo, inseguro y poco avezado en el conocimiento de los instrumentos de gobierno de los cuales dispone, el actual presidente mexicano esgrime el veto como definitivo instrumento de poder en contra de la oposición. Fue incapaz de recordar que la medicina más eficaz y rápida contra ese veto es el voto. ¿Cuántos mexicanos lo saben? Ya se encargarán de informarlos.

Resulta que la amenaza sustituye a los argumentos. Félix Salgado aseguró que, de no estar en la boleta electoral, no habría elecciones. Subió el tono, y se presentó en las puertas del INE con un féretro destinado a Lorenzo Córdova, y escaló todavía más, sin reparos advirtió que buscaría a los siete consejeros que votaron en su contra en sus hogares.

De le amenaza pasó a la vulgaridad. Advirtió que nadie debía meterse con sus güevitos de pichón, porque ardería Troya.

Así son los protegidos del Poder Ejecutivo. Nomás, diría Clavillazo.

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