La costumbre del poder

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  • Poder espiritual y soledad
  • Por Gregorio Ortega Molina

RedFinancieraMX

*Francisco es todo, menos ingenuo. Eligio dar ese mensaje del 27 de marzo en la Plaza de San Pedro, por la imagen difundida, más poderosa y radical que su alocución. Es cierto, el mundo ya, desde ahora, dejó de ser lo que fue

Poder espiritual y soledad

No deja de asombrarme y tampoco ceso de meditar en la fotografía de Francisco, pontífice y obispo de Roma, tomada y publicitada el 27 de marzo último. El escenario es de miedo, pero de ese temor espiritual, de ese respeto a Dios y de amor a Él por sobre todas las cosas. El Papa frente a una Plaza de San Pedro vacía. Por ahí un asistente o ayudante o enfermero… en todo caso una sotana negra.

Allí hay un mensaje que nos habla de la fuerza del poder espiritual, de su soledad. No se requiere de la presencia física, sólo de la comunión, de la fuerza universal de la oración conjunta y tras una única fe. Recuerdo mis lecturas de Simone Weil, de sus textos en La gravedad y la gracia, donde en el titulado El amor, leemos:

“Allí donde el espíritu deja de ser principio, deja también de ser fin. De ahí el riguroso nexo que existe entre el pensamiento colectivo en todas sus formas y la pérdida del sentido, la pérdida del respeto a las almas. El alma es el ser humano considerado como poseedor de un valor en sí. Amar el alma de una mujer no es pensar en esa mujer en función de su propio placer, etc. El amor no sabe ya contemplar, quiere poseer (desaparición del amor platónico)”.

La Plaza de San Pedro vacía nos anuncia que el confinamiento al que estamos y estaremos sujetos, tiene una temporalidad; después, las almas habrán de regresar a esa confraternidad a la que los seres humanos somos afectos.

Pero no podrán regresar sin modificaciones individuales y generales en los paradigmas ético y moral, porque la pandemia lo único que expone a ojos de todos, es la quiebra de un modelo de desarrollo económico que esclaviza y desviste de su humanidad a los seres humanos.

Regreso a Simone Weil, en una larga e ineludible cita de A la espera de Dios, en donde indica:

“Las ciudades humanas, sobre todo, cada una en un nivel mayor o menor según su nivel de perfección, envuelven de poesía la vida de sus habitantes. Son imágenes y reflejos de la ciudad del mundo. Por otra parte, cuando más forma de nación tienen, cuando más pretenden ser patrias, más deformada y manchada es la imagen que ofrecen. Pero destruir estas ciudades, ya sea material o moralmente, o excluir a los seres humanos de la ciudad precipitándoles entre los desechos sociales, es cortar todo nexo de poesía y de amor entre las almas humanas y el universo. Es sumirlas por la fuerza en el horror de la fealdad. Difícilmente puede imaginarse un crimen mayor. Todos participamos como cómplices en una cantidad casi innumerable de estos crímenes. Si pudiésemos comprenderlo, lloraríamos lágrimas de sangre”.

Francisco es todo, menos ingenuo. Eligió dar ese mensaje del 27 de marzo en la Plaza de San Pedro, por la imagen difundida, más poderosa y radical que su alocución. Es cierto, el mundo ya, desde ahora, dejó de ser lo que fue.

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