Llegamos al infierno: Testimonio del secuestro de migrantes en México

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  • Un industria negra que tiene la complicidad de policías y agentes del INM
  • Por Luis Carlos Rodríguez González/The Exodo

RedFinancieraMX

“Llegamos al infierno”. Así es como resume una mujer migrante centroamericana su experiencia, la de niños, adolescentes, jóvenes y mujeres que cruzan por México en busca del sueño americano. Así es la realidad del secuestro, golpes, violaciones y asesinatos de centroamericanos que se busca negar, minimizar oficialmente con la complicidad de policías federales, estatales, municipales y agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) que desde hace más de una década forman parte de esta industria, de este negocio que operan los cárteles de la droga y otros grupos delictivos.

De acuerdo a la Comisión Nacional del Derechos Humanos (CNDH) desde 2009 se tiene registro de al menos 21 mil 113 migrantes que han sido víctimas de secuestro en México. “La actuación de las autoridades no corresponde con la gravedad y frecuencia del delito que se ha incrementado como resultado, entre otros factores, de la impunidad.”

Lo ocurrido hace unos días en San Fernando, Tamaulipas, donde de un autobús de pasajeros bajaron y secuestraron a 22 migrantes ha sido la constante en una década de impunidad. En esa misma población de la frontera norte, en agosto del 2010 fueron encontrados en fosas clandestinas 72 cadáveres de migrantes. Después de varias semanas de búsqueda la cifra llegó a más de 200.

Esta es una de las miles de historias del infierno que viven los migrantes centroamericanos en su cruce por México. Belén, Posada del Migrante, a través del trabajo sus organizaciones Frontera Con Justicia, A.C. y Humanidad Sin Fronteras, A.C., ha registrado alrededor de sesenta testimonios de personas víctimas de secuestro en su tránsito por México.

Jesús Guevara, salvadoreño de 29 años, casado y con tres hijos narró que “el 29 de junio, como a las once y media de la mañana, estaba en la estación de autobuses de Reynosa, cuando se me acercó un chavo que dentro de su ropa traía una pistola. Empezó a caminar junto a mí y me puso la pistola en las costillas, mientras me decía que caminara con él y que me subiera a la camioneta negra que ahí estaba.

“Yo le hacía un poco señas a los guardias de la central para que hicieran algo, pero fingieron que no me veían. Me subí a la camioneta y ahí había ya dos hondureños. Los secuestradores me dijeron que no me preocupara, que sólo tenía que dar el número de mi familia. Al poco rato llegaron también a la camioneta dos guatemaltecos”.

Llegamos a una casa de una colonia residencial que tiene un portón negro muy grande, que se abre con control remoto. Afuera había dos chavos que parecían policías, porque estaban cuidando el lugar. Adentro, me encontré con que había como unos ochenta y cinco migrantes más secuestrados, todos centroamericanos, menos dos, que eran chinos, y todos en la misma sala, excepto los pequeños que tenían entre cinco y doce años, porque a ellos se los quitaban a sus mamás y los tenían en un cuarto aparte.

“Una de las secuestradas, que era ya una señora de edad, nos dijo que habíamos llegado al infierno, que mejor nos hubiéramos corrido cuando nos agarraron. Después, nos pasaron a un cuarto de castigo, que está ahí, dentro de la misma casa; nos pidieron los números de teléfono y nos golpearon”.

A la semana, ya todos los días era de agredirlo a uno, pero yo siempre les decía que no tenía números ni ninguna ayuda en Estados Unidos, pero no me creían. A los quince días, el mismo que me agarró me dijo que colaborara, porque sino me iban a arrancar un dedo y luego otro hasta que hablara. Yo vi que esto podía ser cierto, porque había un chamaco hondureño que no tenía dedo, y además, el cuarto de las torturas estaba lleno de sangre, y las golpizas eran tan fuertes que a todos nos sacaban arrastrando.

“Yo les explicaba que no tengo familia, pero entonces, sólo se dedicaban a darme de bofetadas. En todo este tiempo sólo nos daban de comer una vez al día una bolsita de arroz con frijoles, y un galoncito de agua que teníamos que compartir entre diez personas”.

A los veintidós días, siendo como las dos de la mañana, entraron al cuarto donde nos tenían a todos y nos obligaron a ponernos hincados, viendo hacia la pared y con las manos sobre la cabeza. Entonces, sucedió algo que ya hacían frecuentemente con las mujeres. Tomaron a una niña que tiene catorce años, la pusieron en el centro y la comenzaron a desvestir. Ella gritaba y les decía que no, porque apenas era una niña, pero a ellos eso no les importó. Comenzaron a abusar de ella, pero nosotros no nos resistimos, nos paramos y nos fuimos encima de ellos, que sólo eran tres.

Logramos quitarle a uno su pistola, pero en eso, otro de ellos llamó a sus compañeros y llegaron rápido como nueve más, y a todos nos golpearon horriblemente. A uno de mis compañeros le hundieron la frente con la cacha de la pistola y a mí me dieron de patadas en las costillas hasta que vomité sangre; me amarraron a una soga y me tablearon en todas las piernas. No podía ni moverme ni sentarme; hasta ahora no puedo terminar de sanar.

“A partir de ese día se comenzaron a portar peor con nosotros, y todos los días nos aventaban agua y orines, además de que nos daban de patadas. Para mi cumpleaños me pegaron otra golpiza. Yo pensé que ya me había llegado el día, porque todo se me había vuelto muy obscuro, yo ya no veía salida. Lo único que hacía era pedirle a Dios que le ablandara el corazón a los chavos, o sea, a los secuestradores”.

El sábado primero de agosto, como a la una y media de la tarde, llegaron un montón de carros y camiones. Se oyeron disparos, y fue cuando dijimos que tal vez se estaban peleando con la gente de su misma banda, cuando de repente, escuchamos que rompieron el portón y nos dijeron que nadie se moviera. Eran los del ejército, pero en ese momento, con el miedo de no saber qué pasaba, varios nos corrimos hasta el centro de Reynosa; conmigo venían otros seis más, entre ellos una mujer embarazada.

“Llegamos a una Iglesia y ahí nos ayudaron; la chava se quedó internada por los golpes que llevaba en su estómago y a mí me dieron para mi pasaje para regresar a Monterrey.

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