- En el virreinato, el comercio de libros estuvo sujeto a la Inquisición
- Por Norma L. Vázquez Alanís
RedFinanciera
(Segunda y última parte)
En el estudio del comercio ultramarino del libro, una fuente indispensable es lo que se conoce como Registros de flotas y navíos, gruesos volúmenes y legajos que se guardan en el Archivo General de Indias y no tenía un carácter fiscal porque estos registros los hacia la Casa de Contratación, instancia que organizaba el negocio con la finalidad de cobrar los derechos que debían pagar los mercaderes por los distintos artículos que cargaban.
Al abrir con la ponencia ‘El comercio de libros. De Sevilla a México’, el ciclo de conferencias Historia del libro en Nueva España, organizado por el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) de la Fundación Carlos Slim, la Universidad Iberoamericana Ciudad de México y el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la doctora en Historia por la UNAM Olivia Moreno Gamboa señaló lo anterior y agregó que en este tópico otro elemento importante son los Protocolos Notariales de Sevilla y de Cádiz, que ya están digitalizados para su consulta en línea.
Y aunque desde la época de los reyes católicos (s. XV) a XVI) se exentó a los libros del pago de gravámenes por su transporte, en el caso del comercio ultramarino se debía pagar el impuesto denominado Avería de Armada, recaudación destinada a financiar a la armada española que cuidaba a las flotas, y durante el reinado de Carlos III ya se cargó un impuesto al comercio del libro, indicó Moreno Gamboa.
Había otra parte de este arqueo del libro relacionada con el control y la censura, pues por ser una mercancía distinta tenía que cumplir con un requisito adicional que no se aplicaba a los demás productos como las telas, las herramientas o los barriles de vino. Esto es, por tener carácter de mercancía cultural, de soporte de difusión de textos y de ideas, el libro estaba bajo el control de la Inquisición, que además cuidaba su tráfico de un lado a otro del Atlántico.
En los registros de navíos están las memorias de los libros que presentaban a la Inquisición tanto los mercaderes como los particulares que querían llevar ejemplares a América, ya fuera para vender o para su uso personal. Tal era el caso de las órdenes religiosas, los obispos o los funcionarios que se estaban trasladando a América con sus bibliotecas; la finalidad de estas memorias era obtener la aprobación del comisario de la Inquisición, quien al final del documento escribía la leyenda: “he visto estos libros, ninguno es prohibido y pueden pasar libremente”.
En su obra Navegar con libros, la doctora en Historia Cristina Gómez Álvarez apunta que aproximaciones cuantitativas del tráfico de libros entre la península y la Nueva España revelaron que la flota de 1732, donde Juan Leonardo Manrique hizo su último viaje a América, llevaba más de mil cajas de libros, de las cuales 323 eran suyas, mientras que la de 1729, en la que también iba, llevaba 700.
Estas cifras estimativas dan una idea de cómo aumentaba el comercio de libros, aunque es difícil determinar exactamente cuántos se transportaban, pues la cantidad de volúmenes que llevaba cada cajón dependía del tamaño del libro y de si iba encuadernado o no, de si iba ya doblado o en resma (conjunto de 500 pliegos de papel). La investigadora indica que en una de estas “cajas de medio aporte” -así se denominaban y tenían distintas medidas- podían llevarse alrededor de 100 libros en formato “cuarto”, es decir mediano, así que eran miles y miles de libros los trasladados.
Respecto al precio de los libros, es imposible saber el valor exacto de cada ejemplar, porque en los cargamentos traían libros en folio importados de Italia, Francia o de los Países Bajos; había ediciones en latín, volúmenes con encuadernaciones de lujo, así como cargamentos de impresos sueltos de comedias, estampas, folletos, religiosos y devocionarios, que eran mucho más baratos.
La temática de los libros que se comerciaban entre España y Nueva España era básicamente religiosa; los libros de liturgia para la misa, las vidas de santos, los devocionarios y las crónicas formaban la mayor parte de los lotes, mientras que la literatura, sobre todo la del Siglo de Oro, tuvo bastante éxito hasta finales del siglo XVIII.
Los mercaderes formaban lotes con los libros cuya venta sabían que era segura: lo que estaba de moda, lo que demandaban los conventos y los colegios para los estudiantes, y en esos cargamentos podían revolver libros prohibidos, señaló la doctora Moreno Gamboa.
Juan Leonardo Manrique fue también editor
La actividad principal de Juan Leonardo Manrique (el andaluz citado en la primera parte) fue la de cargador y comerciante, pero a diferencia de otros mercaderes de libros de la Carrera de Indias, se convirtió en “costeador” de impresos, es decir, un capitalista que financiaba la edición o ediciones de un libro pagándole a un impresor para que publicara una obra únicamente por sus servicios tipográficos y no por los editoriales, así que se quedaba con la impresión para venderla, recuperar su inversión y obtener ganancias.
Manrique llevó a cabo esta actividad sobre todo de cara al mercado novohispano, costeó los títulos Obras de Lorenzo Gracián en dos tomos, Reflexiones Santas o máximas grandes de la vida espiritual, escritas en francés por el padre jesuitas Jean de Bussiere y en español por el también jesuita Sebastián Izquierdo, y Narración de la maravillosa aparición que hizo el arcángel San Miguel a Diego Lázaro de san Francisco como consta en los Protocolos de Sevilla y es muy probable que se las hubieran encargado los jesuitas.
Concluyó la doctora Moreno Gamboa que durante 22 años Juan Leonardo, igual que otros indianos, arriesgó su vida y su fortuna en la navegación atlántica en un periodo crítico de la historia del imperio español, en el que las guerras que se libraban en los mares no garantizaban ni a los pasajeros ni a los comerciantes llegar a salvo o con buena salud al otro lado del Atlántico.